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El Teósofo - Órgano Oficial del Presidente Internacional de la Sociedad Teosófica
Vol. 142- Número 02 -  Noviembre 2020  (en Castellano)

 
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Un viaje en casa flotante con HPB

 

HENRY STEEL OLCOTT

H. S. Olcott (2 de agosto de 1832 a 17 de febrero de 1907) y H. P. Blavatsky

(12 de agosto de 1831 a 8 de mayo de 1891) fueron los principales  fundadores de la ST

(junto con W. Q. Judge). De Hojas de un Viejo Diario, serie 2, cap. 23, noviembre de 1895.

 

            EN todos nuestros años de relación entre HPB [H. P. Blavatsky] y yo nunca habíamos estado tan juntos como en este viaje en barco  por el Canal de Buckingham, en Madrás (ahora Chennai)], una obra que alivió la hambruna y alimentó a miles de campesinos durante una época trágica de la Gobernación del Duque de Buckingham en Madrás. Hasta ese momento habíamos vivido y trabajado en compañía de terceros, mientras que ahora los dos estábamos solos en un budgerow o pequeña casa flotante, con nuestro sirviente Babula y el equipo de coolies como nuestros únicos compañeros, mientras la nave andaba.

            Nuestras habitaciones eran bastante estrechas, denlo por hecho. A cada lado del pequeño camarote había unos cofres cubiertos por colchones, cuya tapa estaba dispuesta para levantarse sobre bisagras, el interior formaba un enorme cofre para almacenamiento de los efectos de cada uno. Entre los dos casilleros, cada uno una cama por la noche, había un cofre de cajones,  que de día era una mesa portátil, la que, cuando no se utilizaba, se podía plegar hacia arriba y colgar del techo. Un lavabo, una pequeña despensa con estantes, una plataforma detrás que servía de cocina, con el fondo roto de una cazuela de barro a guisa de hornilla y algunos utensilios indispensables de cocina, una jarra grande para beber agua y nuestra vajilla de viaje, completaban nuestros arreglos domésticos y era suficiente para nuestras necesidades.

            Cuando el viento soplaba favorable se izaba una vela y nos deslizábamos bien; cuando era adverso, los coolies saltaban a tierra y, con el cable de remolque sobre sus hombros, nos arrastraban a una velocidad de quizás cinco kilómetros por hora. En otro barco nos seguían algunos de nuestros mejores y más amables colegas de Madrás, entre ellos ese anciano de corazón dorado, P. Iyaloo Naidu, recaudador adjunto jubilado, a quien conocer fue un privilegio, cuya amistad un honor. Nuestro destino era la ciudad de Nellore, un viaje de dos días por agua.

Habíamos salido a las 7 p.m. (3 de mayo de 1882) y como la luna estaba casi llena, era una especie de viaje encantado el que estábamos haciendo,  sin olas, sobre agua plateada. Ningún sonido rompía el silencio, después de salir de los límites de la ciudad, salvo los gritos ocasionales de una jauría de chacales, el murmullo bajo de las voces de nuestros coolies hablando en voz baja y el lamido del agua contra el barco.

En lugar de hojas de vidrio, había postigos abatibles, con ganchos fijados a las vigas de la cubierta superior, a través de los cuales la suave la brisa de la noche soplaba fresca y nos traía el olor de los arrozales mojados. Mi colega y yo estábamos encantados del panorama y del reposo tan reparador como extraordinario, que contrastaba con nuestra vida pública tan agitada. Hablábamos poco, seducidos por el encanto de la noche y seguros de disfrutar de un profundo sueño.

El monzón del sudoeste nos empujó toda la noche y la mañana nos sorprendió bastante lejos. Muy temprano atracamos a la orilla para que los coolíes hiciesen cocer su arroz y su curry y nuestros amigos de la otra embarcación nos alcanzaron. Tomé un buen baño y Baboula nos hizo un excelente almuerzo al que nuestros colegas no pudieron hacer honor a causa de sus prohibiciones de casta. Volvieron de  nuevo a deslizarse las embarcaciones, sin hacer más ruido como si fuesen espectros.

H.P.B. y yo ocupamos todo el día con atrasos  en la correspondencia y escribiendo artículos para El Teósofo, con algunos intermedios de conversación. Naturalmente, hablábamos siempre de la situación y porvenir de nuestra Sociedad y del efecto que terminarían por producir sobre la opinión pública contemporánea las ideas orientales que nos ocupábamos de difundir. Ambos éramos optimistas, sin que ni la sombra de una duda o un desacuerdo atravesase por nosotros. El todopoderoso sentimiento de confianza que nos poseía nos hacía indiferentes a los obstáculos y las calamidades que de otro modo hubiesen debido detenernos cincuenta veces en el curso de nuestra carrera. No es halagador para los actuales miembros de nuestra Sociedad, pero es absolutamente cierto que nuestras previsiones se dirigían más hacia la influencia que ejercería el pensamiento teosófico sobre la corriente moderna, que hacia una extensión posible de la Sociedad misma en el mundo entero; esto no lo preveíamos.

Del mismo modo que al salir de Nueva York no pensábamos en el mundo entero, no preveíamos que la India se cubriría de Ramas, lo mismo que Ceylán, tampoco cuando navegábamos en aquella silenciosa embarcación, teníamos alguna idea de la posibilidad de un movimiento tan considerable que extendería sus Ramas y Centros de propaganda por toda Europa y América, sin hablar de Australia, África y el Extremo Oriente. ¿Cómo hubiéramos podida imaginarlo? ¿En qué podíamos confiar para eso? ¿Dónde estaban los gigantes que debían levantar el mundo?

Hay que recordar que esto sucedía en 1882 y que fuera de Asia no había fundadas más que tres Ramas de la Sociedad (sin contar con la de Nueva York que aún no había sido reorganizada). La Logia de Londres y la de Corfú estaban inactivas, el señor Judge se encontraba en el fondo de América del Sur, al servicio de una compañía minera (no creo equivocarme de fecha) y en los Estados Unidos no existía nada organizado que se pareciese a una propaganda activa. Sólo los dos buenos viejos en aquella  embarcación; los dos solos llevábamos adelante la obra y nuestro campo de acción era el Oriente. Y  como en aquel tiempo H.P.B. no estaba más dotada que yo del don de profecía, hablábamos,  trabajábamos y colocábamos los cimientos para un gran porvenir desconocido.

¡Cuántos de los innumerables miembros actuales de la Sociedad, darían todas las cosas del mundo por haber podido disfrutar de la estrecha intimidad que yo tenía con mi amiga en aquel viaje por el canal! Esta excursión era tanto más agradable y provechosa, cuanto que ella gozaba de buena salud y estaba de excelente humor, de suerte que nada venía a turbar el encanto de nuestra unión. De otro modo, aquello hubiese valido lo mismo que verse encerrado en la jaula de una leona irritada en el zoológico; con  seguridad que hubiera sido preciso que uno de los dos hiciese el viaje a pie o que fuese a pedir hospitalidad a la tienda de Iyaloo Naidu. ¡Querida amiga tan sentida, a la vez compañera, colega, maestro y camarada!, nadie podía ser más exasperante en sus malos días, pero tampoco nadie más amable y admirable en sus buenos. Yo creo que hemos trabajado juntos en vidas precedentes y creo que trabajaremos todavía en vidas futuras, por el bien de la humanidad.

Esta página de mi diario, con sus pocas notas fragmentarias,  evoca el recuerdo de uno de los más deliciosos episodios del movimiento teosófico; veo ante mí a H.P.B. con su fea bata, sentada en su cofre, fumando cigarrillos, con su poderosa cabeza coronada de revueltos cabellos inclinada sobre la página que estaba escribiendo, la frente arrugada, la mirada como dirigida a su interior, su mano aristocrática guiando rápidamente la pluma sobre el papel y me parece oír aquel silencio marcado tan sólo por el murmullo del agua sobre la borda o por  el roce de los desnudos pies de un coolie que tesaba una driza sobre nuestras cabezas mientras se movía para tensar una cuerda u obedecer alguna orden del timonel...

(Después de una conferencia), trabajo editorial y admisiones de miembros, por  la  noche vino una delegación de los Pandits más eruditos y nos  hicieron preguntas y  a las  11 p.m. organizamos formalmente la ST de Nellore. Una segunda conferencia el 9 de mayo, más admisiones de candidatos y más escritura y terminó nuestro trabajo en Nellore y luego pasamos a una estación del canal llamada Mypaud, adonde había estado el barco amarrado para salvar dieciocho millas de viaje por el canal.

Nuestros escritos y charlas se habían ahora reanudado y en su momento llegamos a Padaganjam, el límite de la navegación por los canales en la estación cálida y el lugar de donde, para proceder a Guntur, nuestra última Thule, tuvimos que llevar palanquines y jampans o sillas de mano. Ellos no volverían hasta el día siguiente y como los coolies tenían que descansar, no empezamos hasta poco antes del atardecer.

Nuestra caravana se componía de cuatro palanquines y un jampan, que agregados a los cargadores del equipaje, hacía subir el número de los coolies a 53. Pronto se presentó un río que hubo que atravesar vadeándolo y hallé ocasión de reír a carcajadas y H.P.B. de soltar algunos juramentos. El agua era tan profunda que los coolies se vieron obligados a poner sobre sus cabezas las varas de los palanquines para levantarnos lo suficiente. Comenzaron por quitarse las ropas, salvo el langooti (o taparrabos)  y después, paso a paso, con las mayores precauciones, sondeando el río con sus largos bastones, se metieron en el agua hasta que les llegó a las axilas. Yo pasé cortésmente adelante, a fin de que H.P.B. pudiera ver si yo me ahogaba y volverse atrás.

Era una sensación rara permanecer así sin hacer el menor movimiento que hubiese podido destruir el equilibrio del palo redondo colocado sobre las seis cabezas de mis coolies  y pensaba en la ensalada que yo hubiese hecho con mis papeles si uno de los hombres hubiese dado un paso en falso. En fin, se viaja para experimentar sensaciones nuevas y me mantuve acostado y quieto. Pero cuando me encontraba en medio de la corriente, oí una voz familiar que salía del palanquín siguiente y H.P.B. comenzó a gritarme que sus coolies iban con toda seguridad a dejarla caer al agua. Le grité que eso no importaba, que ella estaba demasiado gruesa para irse al fondo y que yo la pescaría. Entonces se sucedieron algunas expresiones coloreadas dirigidas a mí, conjuntamente con algunos violentos reproches a los coolies que no comprendían una palabra y seguían tranquilamente su camino. Por fin la llegada a la otra orilla puso término a los apuros de mi colega, que después de unas cuantas idas y venidas por la playa y varios cigarrillos, olvidó sus fatigas.

[De regreso a Nellore, en el camino de regreso a Madras,]  un gran pandit brahmán de la escuela Vedantina vino a vernos esa noche, evidentemente con el único objeto de mostrarnos nuestra ignorancia, pero nosotros, dos viejos activistas, especialmente H.P.B, con su espíritu sarcástico, lo que no esperaba, en un par de horas hicimos ver a los presentes su egoísmo, vanidad y estrechos prejuicios. La victoria nos costó algo, por lo que veo en una nota en post-scriptum de mi diario: ese hombre fue más tarde “nuestro activo enemigo”. Buena  suerte  a él, así como a todo el ejército de nuestros enemigos; su odio no les ha hecho a ellos el menor bien, ni a la Sociedad el menor mal, nuestra nave no tiene necesidad del viento a favor para avanzar.

Diecisiete cartas, tres artículos para El Teósofo y la lectura de un montón de los intercambios me mantuvieron bastante ocupado el siguiente día hasta la noche, cuando di una conferencia sobre “Sabiduría Aria”. El día siguiente fue igual y el siguiente lo mismo, hasta que, a las 5 p.m., tomamos carruajes de bueyes para Tirupati, a setenta y ocho millas de distancia  hasta la estación más cercana en el ferrocarril de Madrás. En ese clima abrasador el viaje fue tedioso, pero todo tiene un fin y también nuestro tiempo de espera de doce horas para un tren y el viaje en tren a Madrás, que alcanzamos a su debido tiempo y fuimos recibidos y escoltados por amigos a nuestro antiguo bungalow.

En mis viajes a través de la India y de Ceylán, yo observaba los lugares, las personas y los climas, con la idea de elegir el mejor sitio para establecer en él el Cuartel General permanente de la Sociedad. En Ceylán se nos habían hecho generosos ofrecimientos de casas gratis; la isla ofrecía ciertamente apariencias encantadoras a quien buscase un hogar asiático. Pero varias consideraciones, entre ellas el alejamiento de la India, el costo de la correspondencia, etc., pudieron más que la belleza y nos inclinaron a escoger preferentemente la India. Pero hasta entonces no se nos había ofrecido ninguna buena propiedad y no teníamos nada decidido.

El 31 de mayo, sin embargo, los hijos del juez Mattuswami nos aconsejaron que fuésemos a ver una propiedad que no sería cara. Nos condujeron a Adyar y desde la primera ojeada supimos que habíamos encontrado nuestro futuro hogar. El hermoso edificio principal con sus dos bungalows a orillas del río, sus cuadras y cocheras, sus depósitos, su piscina, la avenida de banyans y de mangles y las grandes plantaciones de casuarinas (coníferas), hacían de aquella propiedad una ideal casa de campo, mientras que el precio, más o menos 9.000 rupias, (£600) era tan modesto, de hecho, meramente nominal, como para hacer que el proyecto de su compra fuese factible, incluso para nosotros.

Por lo tanto, fue asunto decidido su adquisición, lo que se efectuó con la generosa ayuda de P. Iyalos Naidu y del juez Mattuswami Chetty; el primero nos adelantó una parte de la suma y el otro nos procuró un préstamo, en buenas condiciones, por el resto. Hicimos un llamamiento inmediato de suscripción, que nos proporcionó los medios de reembolsar todo dentro del año y tomar posesión de los títulos de propiedad. Aquel precio irrisorio tenía por causa que se acababa de construir el ferrocarril de las montañas Nilghiri y como el encantador sanatorio de Utacamund quedaba cerca, los altos funcionarios de Madras querían pasar allí la mitad del año y todos a la vez vendieron sus grandes bungalows, que no hallaban compradores.

¡Lo que pagué por el jardín de Huddlestone fue el precio de los materiales si la casa se hubiera demolido! Y lo hubiera sido si no nos presentamos nosotros. Nos quedamos  una semana  más en Madrás, durante la cual di dos conferencias y admitimos nuevos miembros y el 6 de junio tomamos un tren para Bombay; más de cincuenta amigos, con regalos de flores, nos despidieron y nos rogaron que apresuremos nuestro regreso para tomar nuestra residencia permanente entre ellos. A las 11 de la mañana del día 8 llegamos a Bombay y encontramos a muchos amigos que nos esperaban para acompañarnos hasta nuestra casa.

Es corriente decir de Madrás que “esa desdichada Presidencia” es odiosamente cálida. Sin embargo, yo prefiero su clima al de todas las otras y en lo referente a la literatura sánscrita y a la  filosofía aria, es la presidencia más esclarecida. Hay en los pueblos,  más sabios pandits y la clase superior en conjunto ha sido menos estropeada por la educación Occidental.

En Bengala o Bombay cuentan con más literatos brillantes, pero no encontré nunca en ellas, uno igual a Subba Row de Madrás, en genial penetración del espíritu de la Sabiduría Antigua. Su presencia en Madrás fue una de las causas que nos decidieron a establecer allí nuestra residencia oficial y aunque ya haya muerto, jamás hemos lamentado nuestra elección, porque Adyar es una especie de Paraíso.

 

 

 

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